lunes, enero 17, 2005

Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 1)


En unos días más me voy de viaje a la zona de Junín y San Martín de los Andes. Hoy terminé de reservar lugar en la Hostería Chimehuín, en Junín de los Andes, en la orilla del río del mismo nombre.

Demás está decir que son tierras que amo, que he caminado hasta el cansancio; a pie o a caballo, y a veces en camioneta, hace casi 30 años. Tal vez por eso me sobrevinieron una serie de recuerdos imborrables, que emergen cada tanto. Cada proyecto, también, está preñado de memorias. Tal vez ponga en estos días otros relatos de tiempos viejos pero, para empezar, hoy narré este que sigue.


Los labios manchados de michay

Mientras estuve en Chiuquilihuín, por un tiempo viví en el rancho de Juan de la Cruz Aburto y su mujer, Celinda Ñanco. El rancho era más holgado y largo que el de Carlos, estaba ubicado abajo del camino de entrada a la agrupación, justo antes de que éste terminara en el arroyo, y tenía, por lo menos, dos habitaciones. Las habitaciones eran oscuras, con sólo una puerta de entrada que se fijaba a la pared de adobe con un tiento grueso de cuero de vaca. Adentro estaba todo amontonado: pilas de pilchas, camas amplias a veces con colchones y otras con algunos cueros de oveja. Entre la habitación en la que yo dormía y la cocina, había una enramada donde en el verano siempre estaba encendida una pequeña pira de bosta para ahuyentar los mosquitos.

Juan y Celinda me trataron como a un hijo, pero también como a un gran amigo. Yo era amigo de dos de sus nueve hijos: Manuel y Santiago, de apellido Pereyra (que era la versión española de un apellido mapuche que lamentablemente no recuerdo). Por esos días Celinda estaba terminando de tejer una pequeña matra en el telar, debajo de la enramada; luego me la regalaría: todavía la tengo, con sus colores vivos e incólumes, a los pies de mi cama.

Como un rito, casi todas las tardes de ese verano nos íbamos caminando con don Juan hasta un galponcito derruido que tenían en la cima de un cerro a la izquierda del rancho, arriba de lo que fue la tapera de Pereyra, cuando él había sido lonco de Chiuquilihuín. La excusa de la subida era buscar los chivos y los corderos para arrimarlos al corral de la casa. La caminata nos llevaba casi una hora, pero siempre llegábamos antes de la puesta del sol. Y en el camino, invariablemente, íbamos robándole a los michay esos frutitos minúsculos de entre medio de sus espinosas ramas de arbusto de montaña patagónica; dulces pero un poco ácidos, al masticar los frutitos dejan sus marcas de color violeta en los labios. Cuando estábamos en el pequeño establo, nos quedábamos mirando el cielo y la bajada rojiza del sol sobre los cerros redondos y verdes, y hablábamos de la vida: sobre todo era Juan el que me contaba historias, andanzas, las grandes decisiones de su existencia, que era mucho más prolongada que la mía. Y, mientras tanto, hacíamos un pequeño fuego y calentábamos agua en una pava negra y abollada para hacernos unos mates.

Pero esa tarde fue diferente que las otras. Don Juan y yo sacamos más michay que otras veces por el camino, guardándonos algunos puñados para seguir saboreándolos una vez que estuviéramos en la cima. Nos sentamos, hicimos el mate, miramos el cielo y el sol con un silencio largo.

-Quiero contarle una historia que yo sé que se anda diciendo –me dijo, gravemente, pero con un dejo de sonrisa en su comisura derecha, en esa boca grande con los labios manchados de violeta, sabiendo que la amistad está hecha de esos ingredientes: la incondicionalidad y la confidencia, formas de la fiesta del gesto y la palabra.

Nunca había un preámbulo tan severo por parte de Juan, como si quisiera contarme algo muy importante de su vida. Yo casi sabía todo de su vida y sus historias. También sabía, por otros –que, de paso, lo juzgaban duramente-, lo que ahora iba a contarme.

-Yo maté a mi hermano –dijo seguro, pero con una voz apagada, invadida de sensaciones de remordimiento.

Parecía que los labios se le ponían cada vez más violetas por el michay mientras me contaba la manera en que había acuchillado a su hermano, por una mujer, y luego el modo como había huido de su comunidad natal para refugiarse en Chiuquilihuín y en el corazón de esta otra mujer, Celinda. Me dijo que en el momento de la pelea con su hermano estaba borracho y que ese hecho no lo había dejado descansar en el resto de su vida. Que sabía que eso le quitaba todo prestigio en la comunidad, incluso como peumá que era, es decir, como hombre que sueña cosas que luego ocurren, una suerte de profeta araucano. Nunca más pudo proclamar públicamente el contenido de sus sueños y siempre dudó de casarse con Celinda, viuda del cacique Pereyra, porque él estaba mal visto por todos sus parientes.

No recuerdo qué palabras le dije, pero hablé mucho; quizás demasiado, pero desde el corazón y el asombro. El hombre sonrió, al fin, y se puso el sol en el horizonte. Se levantó, me levanté; nos volvimos a la casa. Cuando llegamos, Juan estaba alborozado y Celinda nos esperaba parada en la puerta del rancho.

-Ya le dije –le dijo a su mujer. Y ella, entonces, se le acercó, lo besó tiernamente, y con su lengua mezclada con términos mapuches me dijo:

-Queremos casarnos, Jorge. Y queremos que usted sea nuestro padrino.

Me asaltó una emoción e irrumpió en mí un frío que recorrió todo mi cuerpo. Con lágrimas en los ojos y mi sonrisa violeta por el michay les dije que sí, mientras los abrazaba.

A los pocos días, cuando el padre Antonio Mateos pasó por la comunidad a bautizar niños y a traer documentos de identidad (ya que también era Comisionado Municipal de Junín de los Andes), Celinda Ñanco y Juan de la Cruz Aburto se casaron, luego de convivir casi veinte años. La madrina fue Aimé Painé, una mujer delicada y elegante, cantante de hermosa voz, profundamente angustiada, con la que nos hicimos grandes amigos.

El michay que se recoge de camino, robándolo entre las ramitas espinosas, parece insignificante: un frutito diminuto, de piel violácea y opaca y gusto efímeramente dulce y ácido a la vez. Sin embargo, la marca del michay es duradera: delata a quien lo ha comido dejándole los labios y los dientes de color violeta por un largo tiempo.


2 Comments:

Blogger baskhara said...

Hola…
Me gusto tú cuento o tú historia, me quedaron ganas de probar el michay. También te felicito por tener buenos amigos, se nota que son gente de bien por lo que contaste.
En unos días te visitare, espero que te valla genial en tú paseo.

Baskhara

9:56 a. m.  
Blogger jorgehue said...

Qué bueno que pases, Baskhara!!
y gracias por tus buenos deseos

7:35 p. m.  

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