Una promesa compartida
La última noche que estuve en Bogotá, luego de andar por la carretera a La Calera y recorrer zonas antes vedadas, volvimos a la ciudad y fuimos a comer a Usaquén, un barrio muy antiguo con bares exóticos e intensos. Elegimos uno de estilo oriental, con figuras budistas y un techo que imitaba las telarañas, con arañas cada tanto. Pero no tenían comida típica, entonces fuimos al tercer piso de un bar en una esquina. Casi al aire libre, detrás de mí había una salamandra. El ambiente era oscuro, iluminado sólo con velas. Mientras comíamos con Carlos, Humberto, Armando y Uriel, Rocío comenzó a contar historias relacionadas con el consumo de yaje. El uso del yaje debe hacerse con precaución y con la compañía de un taita, una especie de maestro indígena en los viajes que provoca la sustancia, que reconoce cuánto de yaje puede tomar cada persona. Sin embargo, actualmente algunos jóvenes lo utilizan simplemente como alucinógeno.
El yaje ayuda a vomitar toda clase de elementos tragados durante la vida, experimentándose una liberación de aquellos nudos que se han soportado durante toda la vida. Entonces, el vómito se ve como eso que no se quiere ver. Y, en ciertos casos, esto está acompañado por viajes, vuelos, descomposición del cuerpo entero…
Nos prometimos, en mi próxima visita, visitar un taita para tomar yaje. Coincidimos en que es un modo de experimentar aquello de lo que hablamos.
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