Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 2)
Más cerca del viaje…
Otro recuerdo; otro relato
Los papeles de don Adolfo y la sombra del manzano
La casa de Adolfo Marín era la más alta del lado sudeste de Chiuquilihuín. Como todas las demás, era un rancho de adobe y piso de tierra, pero con varias habitaciones. Llegué en un caballo prestado, creo que por Amado Llanquín, o tal vez por Juan Lemunao –no recuerdo. Y enseguida me salieron los perros, unos cuantos, a ladrar y a tirarle tarascones a las patas del caballo. Me recibió Anita, la mujer más joven de don Adolfo; su otra mujer, casi anciana, estaba en la cocina. Anita tenía como treinta años y era muy graciosa y habladora; en cambio, doña Ana era una mujer callada, con los cabellos entrecanos y desarreglados, algo encorvada, que se dedicaba a las tareas de la casa.
Al rato llegó Adolfo, quién sabe de dónde. Yo no dejaba de contemplar el paisaje. Ya llegando a la casa, en la subida, se iba asomando de a poco el volcán Lanín: primero su punta nevada, luego esa corona de nieve y piedra negruzca y, al fin, las última manchas de verde. Desde arriba se lo veía completo, entre las araucarias que rodeaban la casa de Adolfo y sus Anas.
Conversábamos con esa manera ritual que se inicia una conversación con un mapuche; primero “pasábamos” la mano (nos dábamos la mano) livianamente, sin ninguna fuerza, como apenas tocándonos; luego, alguna palabra: “¿Cómo está?”, “¿Está alentao?”, lo que llevaba un tiempo largo; al fin, el diálogo más franco, generalmente poblado de giros irónicos o de esos que producen algunas sonrisas o francas carcajadas. Un diálogo simple, pero de cosas de la vida misma. Mientras tanto, doña Ana, con una seña de Adolfo, descolgó de un travesaño del rancho un trozo de carne de cordero, que tenía un poco de olor a podrido (era verano), y lo rebanó para preparar la comida.
–¿Se queda a comer? –preguntó don Adolfo con tono imperativo. Cómo negarse; sería desprecio.
Doña Ana tomó una sartén, le puso aceite un poco rancio, y cortó rodajas de papa, de cebolla, de tomate, de zanahoria. Fue cocinando todo junto y le agregó cilantro, infaltable en las comidas mapuches. Y encima, a caballo, le puso unos huevos fritos. Comimos con la sartén en el centro de la mesa. Tomamos abundante muday, que es una chicha de piñón (el fruto del pehuén o araucaria), a pesar de ser el mediodía. Recién después don Adolfo trajo los papeles.
Eran unos papeles muy viejos y amarillentos, ajados, de finales del siglo XIX, firmados por un general inmediatamente posterior a la “Conquista del desierto” del general Roca.
–Yo soy el propietario de estas tierras –aseguraba, con cierta soberbia –Por eso mi abuelo fue el lonco; cosa que no quieren aceptar ni Ramón Huala (el cacique, por ese entonces), ni los Quilaleo, ni los Pereyra. Aunque Pereyra era primo mío, y tiene algún derecho. Pero, por estos papeles, también yo debería ser el lonco ahora.
Los papeles, efectivamente, decían que uno de sus descendientes era el propietario de esa zona, que le había sido cedida por los ganadores de la Conquista. Pero los otros pobladores no sólo que negaban esa posibilidad, sino que además lo rechazaban –incluso, él hacía su propio Nguillatún separado de toda la comunidad-; entre otras cosas, era resistido porque tenía dos mujeres.
Días antes de mi visita a la casa de Marín, veníamos una tarde caminando con Luis Quilaleo por el camino central de la agrupación. Por el calor, paramos a la sombra de un manzano. Hicimos silencio, hasta que en un momento Luis comenzó a contarme el valor de ese manzano.
–A este manzano lo puso El Chen Chao El Che Ñuqué –me dijo, sabiendo que yo entendía que se estaba refiriendo a dios, de dos rostros: de varón y de mujer. –Aunque está en el terreno de don Adolfo, los frutos no son de él sino que le pertenecen a todos. Estas manzanas son de todos, pero sobre todo de los cuñi fall –los más pobres entre los pobres.
Me iba quedando clara la idea mapuche sobre la propiedad, hasta que Luis prosiguió:
–Pero, además, tampoco la sombra del manzano le pertenece a nadie; le pertenece al que la necesite cuando el sol está más fuerte o cuando tenga que descansar –afirmó, con cierta emoción en sus palabras. –Nosotros no cambiamos nuestras creencias por unos papeles de unos generales de la Conquista. Esta tierra es de todos, de los que la necesiten, aunque no tuviéramos ningún papel. Así lo creemos.
Marín era un hombre aguerrido, convencido, anciano ya pero muy activo, robusto, con su cabello todavía negro y brilloso. “El viejo”, como le decían, aceptó reunirse al menos con Luis Quilaleo para conversar algunas cuestiones de la comunidad y las formas más adecuadas de reclamar las tierras en conjunto. Aunque los fundamentos de esos reclamos fueran tan diferentes.
Por la tarde me fui. Tomé de las riendas mi caballo y salí caminando, acompañado por Anita, que pronto integraría nuestro primer grupo de alfabetización de adultos en Chiuquilihuín y, de paso, comenzaría esa lucha por contactarse con otra gente de la comunidad que la repudiaba, especialmente porque la veían como esa mujer que sólo estaba con Marín para satisfacerlo sexualmente. La saludé y ella sonrió, monté y me fui bajando hasta el borde del arroyo, para seguir rumbo al poniente.
2 Comments:
jor, soy feliz por este canto a vos mismo. GRACIAS por contarnos esto, acaso una partecita nomás de una existencia infinita, alla en Neuquen.
Debes estar con la emoción palpable, ahora que estas volviendo... y que lindo!
Segui escribiendo!!!
cómo decir otra cosa que no sea gracias!!
gracias, Caro, por tu cariño hecho aliento. Vos en Berlín; yo yendo a Junín... quizás hay sólo una tierra, esa que nos hace humanos.
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