Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 3)
“Los mapuches son parcos, desconfiados, de pocas palabras; son cerrados y no cuentan sus sentimientos más existenciales; antes bien, sus ocupaciones relacionadas con la cría de ganado y sus supersticiones son los temas predominantes de sus conversaciones”. Cuántas veces he leído o escuchado este tipo de descripciones –verdaderos estereotipos– en libros, en diálogos con jóvenes de grupos misioneros, en documentales de la televisión, entre los blancos de las ciudades cercanas a las agrupaciones aborígenes.
La tenue luz del candil
Esa noche no pude dormir. Ni bien hubo un poco de claridad, los pollitos y los chivitos guachos que había en la cocina del rancho de Carlos y Orfelina, donde dormía sobre unos cueros de oveja, empezaron a caminar sobre mí, a piar, a balar. La noche estuvo invadida por pensamientos, malos presagios, reflexiones, asombro y aturdimiento.
Luego de la cena, que consistió en una pancutra, unos cuadraditos de masa similar a los ravioles, pero sin relleno, con caldo de patas de cordero y cilantro, todos se fueron a dormir: Carlos, Orfelina, los chicos, Luis, Ramona (la madre de Carlos y Luis). Sólo quedamos tomando un poco más de vino y conversando, Ceferino Quilaleo y yo.
Ceferino era un hombre de casi sesenta años, modesto y mal pagado, puestero en el Puesto Blanco, en la estancia Mamuil Malal de Bertil Andino Grahn, estanciero hijo de suecos, que por casualidad fue ahijado de Juan Domingo Perón, cuando este cruzó los Andes por el sur hacia Chile por los años 30, cuando Andino recién nacía. Ceferino, el padre de Luis y de Carlos, le había enseñado a Andino –que era su amigo- a hacer tirada de riendas con el caballo, según contaba el mismo Andino, destreza en la que el estanciero se destacaba en las exposiciones de la Sociedad Rural, en Junín de los Andes.
–Estoy solo en el Puesto Blanco, atrás del volcán Lanín, allá cerca de Chile, y no hago más que pensar en Ramona –me confesó –Hay días en que me siento muy triste. Los hijos ya han hecho su vida y se han olvidado de mí. Y Ramona… -hizo un lánguido silencio –Ramona ya no me quiere, me pelea, me rechaza, se pone del lado de los hijos, no quiere acostarse conmigo. Ella quiere apartarse y yo no puedo resignarme a eso, pero tampoco sé de qué formas luchar.
Con Ramona se veían muy poco: cuando Ceferino bajaba del puesto y llegaba al rancho de Junín de los Andes, donde ella vivía. Y ella ni siquiera se alegraba al verlo, ciertamente lo rechazaba.
–Creo que está con otro hombre –me dijo, con lágrimas en sus pequeños ojos desgarrados –Me pregunto cada noche, en la soledad, qué sentido tiene la vida.
La luz del candil, alimentada con aceite, es acaso más tenue que la de una vela. Nuestros rostros se dejaban ganar por las sombras y la incertidumbre; pero entre esa mortecina imagen, brillaban las lágrimas de ese hombre rudo y severo. Habló largo tiempo, desahogando una pena que horadaba su alma desde hacía mucho tiempo. Hasta que, con un suspiro profundo, me dijo que cada vez lo acometía con más fuerza la idea de quitarse la vida. No sabía qué decirle. Traté de darle ánimo, pero me interrumpió:
–Gracias, Jorge; pero estoy desalentao.
Un mapuche está alentao cuando anda de camino, viviendo, dando pasos, a pesar de los sinsabores y las necesidades; cuando aún habitan en él algunas esperanzas capaces de ganarle la batalla a las angustias; un puñado, aunque fuera pequeño, de razones para vivir. Hay algo que conecta las culturas: el “aliento”, que es un aliento de vida, que está hecho de aire, un elemento que amalgama al cosmos; el ruaj para los hebreos, la psiké para los griegos, el ánima para los latinos. Una energía sin la cual vivir se hace del todo imposible. Lentamente, la luz tenue del candil se fue apagando. Ceferino no fue a dormir con Ramona: salió del rancho y debe haberse tirado sobre los fardos del galpón. A la mañana siguiente ya no estaba; se había ido muy temprano de regreso al Puesto Blanco.
Fue la última vez que ví a Ceferino Quilaleo. En agosto de ese año bajó a Junín de los Andes a su casa, donde vivía Ramona. Nadie supo bien por qué, en esos días apareció muerto a la orilla del río Chimehuín.
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