El puente
Cuando éramos chicos vivíamos en City Bell, a 11 kilómetros de La Plata. Un lugar que nos permitía inventar innumerables juegos y recorrer cada lugar como si fuera una aventura. A doscientos metros de casa estaba el arroyo Martín, de aguas casi estancadas y de un color marrón grisáceo, pero donde podíamos pescar. El camino General Belgrano, que une La Plata con Buenos Aires, cruzaba el arroyo. Había (y hay todavía) un puente de hierro, con bulones enormes, cuya estructura tenía una forma semicircular con parantes verticales y oblicuos entrecruzados. Con Raúl, Moncho y tal vez Richard, nos íbamos por el arroyo hasta abajo del puente para colgarnos debajo del camino y sentir la vibración y el estruendo de los camiones cuando pasaban sobre él.
Ese puente era atractivo. Siempre llevaba desde el lugar propio hasta lugares desconocidos. Era a la vez un límite y un pasaje. Como el puente era angosto, resultaba un desafío cruzarlo en mi bicicleta roja a toda velocidad (como después me dibujara Cintia) haciéndome flaquito para que no me atropellaran los autos, los camiones o los ómnibus.
En los viajes y en la vida los puentes son imprescindibles. El puente de la Boca siempre fue ruidoso y con olor a Riachuelo. El puente de Zárate-Brazo Largo me parece triste. El puente de la Rinconada, entrando a Junín de los Andes, es hermoso, pero su angostura y sus tablones un poco sueltos lo hacen atrayente, inseguro y peligroso. El puente Pueyrredón y el puente de entrada a Neuquén tienen huellas de luchas y represiones salvajes. El puente del arroyito del Parque Pereyra, cortando el camino de tierra rodeado de arboledas añosas, es una invitación a detenerse, tomar mate, meditar… por él no cruza nadie. El puente Langlois, de Arles, fue pintado por Van Gogh casi una docena de veces, y siempre es distinto.
The Langlois Bridge at Arles (Vincent van Gogh, 1888)
No le siento olores, pero el azul del cielo y del agua parece continuo, sólo separado por un campo amarillo. Como en todos los puentes, mientras algunos lo cruzan, otros están en la orilla. De uno o de otro lado, seguramente, se desenvuelve la vida, pero de formas diversas. De esta o de la otra orilla, con certeza, está el amor, aunque fuera de maneras distintas. Y quién sabe para qué pasa quien lo cruza. Pero este puente es un puente que se abre, que no siempre es puente, sino que a veces necesita ser paso de los barcos y, otras, de los hombres o las carretas.
Lo importante, acaso, sea no detenerse en medio del camino. Confiar en que el puente, al fin, nos llevará a otros lugares, tal vez, como entonces, desconocidos. Pero para entregarse a esa aventura hay que confiar en el puente y en las propias fuerzas para cruzarlo. Sólo para no resignarse a estar siempre de este lado. Porque quedarse sólo de un lado augura una sensación de muerte lenta y, en cambio, cruzarlo, me asoma a la promesa de la vida. Y, en este caso, no me sirve estar al lado del camino, si no caminarlo. Aunque no tuviera la certeza de una compañía.
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