El naufragio (relato apócrifo de una tragedia familiar)
Dorotea se acercó confiada a la enorme puerta de entrada sobre la calle de Santo Domingo. Esa mañana, el sol de Buenos Aires, generoso, se desarmaba en melenas de colores al pasar por los vidrios de la banderola, sobre la puerta de entrada de la casona orillera.
Todo había pasado; pero, para ella, el tiempo no transcurría suficientemente: sentía una cercanía pegajosa entre lo que fue la tragedia y lo que, más tarde, le pareció una farsa.
1. La noticia
Rafael Gómez, el viejo timonel colaborador de Carlos, llegó sin aliento con la noticia, que ya empezaba a circular por el puerto. Golpeó la puerta con rudeza y, sin aire siquiera, le dio la noticia a Dorotea en el medio de la sala. Dorotea se tapó la boca con sus dos manos y abrió los ojos tan grandes que pareció desvanecerse, y se dejó caer en el sillón color marfil.
Cuando Carlos, que recién se levantaba, lo escuchó, sintió que le corría un frío por todo el cuerpo. Pero desconfió del viejo Rafael, que a veces inventaba historias sólo para llamar la atención. No podía ser cierto que en alta mar hubiese una tormenta tan absurda, tan solitaria, que sólo afectara sus buques.
Mientras Carlos María Huergo atravesaba con firmeza los rayos de colores que entraban por la banderola para salir a buscar más noticias, Dorotea quedaba sola con los hijos que ya se entregaban a los juegos del verano. Con lágrimas en los ojos echó hacia atrás su mechón cano y se abrazó a Edelmira, y con un suspiro reposó su cabeza en los hombros de la joven, tratando de mitigar una chorrera de imágenes y sueños que se iban haciendo añicos uno a uno.
Era un día caluroso de principios de febrero y Carlos caminaba presuroso por el paseo de la costa del río, camino al puerto, aventajando a Gómez, que había salido junto a él. Vestía levita de hilo negro, pantalones gris topo, camisa blanca y corbata de seda a cuadros color café. Iba ansioso, sintiendo que el corazón quería salírsele por la garganta. El calor se hacía sentir más aún en sus pies presurosos, dentro de las botas de becerro, y en su cabeza invadida de temores y fantasmas, cubierta por ese sombrero de pelo negro con el cintillo color federal. En su corazón llevaba la divisa federal, pero también cargaba con la angustia del momento. El calor parecía sofocarlo, pero no de tal modo como la incertidumbre.
Mientras el hijo mayor de Carlos y Dorotea, también llamado Carlos María, corrió tratando de alcanzar a su padre junto con otros dos hijos, Aureliano y José María, los demás niños ya comenzaban sus andanzas y juegos, sin entender demasiado qué pasaba. Joselín, Luis Augusto, Dalmiro y Alberto entraron corriendo desde el patio de la casa, empujándose y golpeándose, a la sala y quedaron atónitos al ver a su madre, siempre llena de vitalidad, llorando en el sillón consolada por su hermana Edelmira.
Carlos llegó sin aire a la casa del Capitán Thompson, que vivía a unas cinco cuadras, casi en la calle de Las Torres (que seguramente ya se llamaba Rivadavia), cerca del río, y golpeó desesperado a su puerta. Cuando Thompson salió, la suerte parecía estar echada.
Dorotea pensaba en aquel hombre, al que ella conoció enseguida de quedar viudo. Recordaba un rostro amargo, sin sosiego, pero con el ímpetu de un luchador incansable. Ella había sido su descanso y su compañía en los últimos años. Esos años en que, al fin, se habían logrado fortalecer sus industrias, las dos fábricas de preparación y venta de yerba mate. Incansablemente Carlos había viajado a Brasil y a Paraguay para traer la materia prima, y pronto logró comprar sus primeros tres buques. Ella sabía que ese hombre era fuerte, que desde los quince años había comerciado con presteza en las zonas más desérticas de San Juan y Catamarca, no sólo en Valle Viejo, sino entrando hasta la misma Londres del Quimivil. Cómo no recordar sus desvelos y sus ojos de aventura, cuando se instaló en Buenos Aires.
Dorotea temía ahora por la entereza de ese hombre que, para sostener sus fábricas, costeó el pasaje de inmigrantes desde Cataluña, la zona más fabril de España. Ya había empezado a instalar sus doce almacenes con bóveda para las mercaderías, allí, en la esquina de Santo Domingo y calle Cristo. En esa manzana, partida a la mitad por la cortada Tupac-Amarú, hizo su casa cuando se casaron. Cuando los hijos mayores eran pequeños, Carlos había introducido a la Argentina una importantísima partida de carneros merinos para proveer a sus estancias. Era un hombre tenaz, honesto; y en las habitaciones de su casa solía hospedar a gente de paso, pobres, muchos de ellos considerados “bárbaros” por algunas familias porteñas, para darles posibilidades de progreso. Un hombre de pueblo cuya lucha había sido siempre el trabajo.
Thompson en persona salió a atender a Carlos:
-La noticia es muy mala–le dijo, con vos grave y sin querer mirarlo a los ojos. Thompson era uno de los encargados de las comunicaciones en el puerto de Buenos Aires, pero se había mantenido en silencio por prudencia, hasta tanto no contar con mayores certezas.
Hacía menos de cinco años, Carlos viajó a Londres a comprar maquinarias modernas: una picadora de tabaco, una cortadora de papel para cigarrillos, un alambique, una prensa hidráulica para hacer fardos de lana, varios pescantes y guinches para carga y descarga de mercaderías en los almacenes, una máquina de vapor. Ya por entonces tenía unos cuantos barcos: los que ahora se habían hundido, según las noticias que llegaron. Con ellos, también, había recorrido la China y la India, siempre trayendo productos exóticos para la venta en el Plata. Pero fue generoso con sus ganancias, e incluso había financiado en gran parte la cruzada de los 33 Orientales. Pero, más aún, Dorotea evocaba los innumerables momentos en que Carlos se preocupaba por cada uno de sus hijos, por el futuro de ellos, por el hallazgo de su felicidad en la libertad, con amor entrañable. Y también por la encomiable forma de tratar a sus trabajadores, valorando sus destrezas, su hombría de bien y sus demandas de justicia.
-No hay noticias de sus barcos, Huergo –agregó Thompson-. Un gran temporal ha hecho naufragar todos sus buques de ultramar, a unas pocas millas de las Islas Canarias. Es la noticia que tenemos desde Río de Janeiro, por el comandante Soares Salazar, de la marina brasileña.
Carlos María Huergo sintió que todo se desplomaba y cayó en los brazos de su hijo mayor y de Gómez, desvanecido. Sabía que el hecho le ocasionaría el derrumbe económico, con una familia de ocho hijos por mantener y criar.
Dorotea no pudo consolarlo; ya no podía. Carlos entró en un mutismo y una tristeza que le invadían todos los momentos. Fueron varios días de pena. Varias veces en el día cruzaba los pocos metros que separaban su casa de la playa barrosa del río, intentando divisar, o inventar, si fuera necesario, la silueta de sus barcos en el oriente, esa línea del horizonte desde donde todo puede volver a nacer. Sólo quería esperar que la noticia fuera una fantasía, quizás un sueño, de esos de los que alguien, en algún momento, nos despierta para decirnos que es una pesadilla. Al fin, el 8 de febrero de ese año de 1849, una tarde de extremo calor y pesada humedad en la orilla del Río de la Plata, Carlos murió, vencido por la pesadumbre y por unos cuantos días y noches de perplejidad, de atormentado deseo –que suele ser esa decepción del augur cuando los astros ya no dicen nada, cuando todo lo construido ya se ha desplomado.
2. La sudestada
El velatorio comenzó esa misma noche caliente de febrero. Con todo el cuidado y el dolor, Dorotea vistió a Carlos con sus mejores atuendos, para dejarlo sobre la cama del cuarto del hijo mayor. Allí, el fraile Toribio, del convento de Santo Domingo, y las criadas, instalaron la capilla ardiente: una enorme cruz de madera de las Misiones; unos cuantos candelabros de bronce, altos, una imagen pequeña de la Virgen María y unos floreros de cristal a cada lado de la cabecera, con calas y helechos de la estación.
Dorotea entraba y salía de la capilla ardiente; no soportaba demasiado ver a ese hombre allí muerto; pero menos aún toleraba el hedor de las flores y de la grasa quemada de las velas en la noche cálida que anunciaba tormenta.
Los truenos y los rayos de la madrugada arrebataron a Dorotea de su sitio y la llevaron a recorrer, una a una, las ventanas y las puertas de la casa. Siempre desde aquella otra tormenta del año 41, Dorotea cumplía idéntico rito, transida por un miedo extraño, como si la vida fuera una fatalidad de ciclos que se reiteran. Fue hasta los almacenes, miró cada una de las mercaderías y, detalladamente, los ladrillones pegados con barro de las bóvedas. Esos aromas, esas oscuridades, esos fantasmas siempre presentes. No pudo contener el advenimiento del recuerdo de otro naufragio, pero de las cosas de tierra firme.
Mayo de 1841 había sido un mes tranquilo, soleado y ventoso. Pero la mañana del día 19 no parecía benévola. El viento del sudeste aumentaba y la llovizna aguijoneaba los rostros de los caminantes. El río, cada vez, se estaba inquietando y las pequeñas olas marrones tenían crestas blanquecinas. Las sudestadas nunca habían sido tan fuertes como para que llegaran más allá del Camino de las Carretas o de la última esquina de la calle Santo Domingo. Después de todo, Santo Domingo era uno de los barrios aristocráticos de Buenos Aires desde principios del siglo XIX; y una de las casas más lujosas era esta que Carlos había hecho construir en 1828 para olvidar la otra casa de la calle del Empedrado (que luego se llamó Florida), donde había muerto su primera esposa, edificación que albergaba un nuevo ímpetu de vida y esperanza.
Pero la sudestada seguía arreciando. Los chaparrones, ahora, golpeaban con ráfagas las ventanas y puertas de la casa. Y las melenas del río color de león avanzaban lenta pero implacablemente, trayendo consigo la basura perdida en la costa y los olores a pescados de río. Cada vez más, Carlos y Dorotea temieron que ocurriera lo que antes no había pasado. Y, con desesperación creciente, comenzaron a recorrer la casa, con esa expectativa tan parecida a la angustia. Acaso el río, indomable, no entendía las razones de la historia de los hombres y, mucho menos, la industria edificada con desvelos y sueños, ni los pequeños mundos que era capaz de sacrificar a su antojo.
Con melancolía, el paso de Dorotea se fue haciendo lento al recorrer los almacenes, los vastos locales impregnados de un halo de misterio, exhalando aromas entremezclados: el vago perfume de mercaderías exóticas venidas de Oriente, la contenida fragancia de las botellas de aguardiente, o el olor definido de la yerba mate y de los fardos de lana de merino.
Cuando arreciaba la sudestada, la mujer estaba convencida que de ella dependía la salvación de las cosas cotidianas, y no de la porfía despiadada de la naturaleza. Quiso, al menos, mover esas pesadas bolsas de arpillera llenas de yerba mate; al menos pudo subir a unas tarimas de hierro los paquetes cilíndricos de cinco kilos, también de arpillera, con los extremos de madera. Los fardos de lana apilados, en cambio, fueron la rápida presa del agua que subía parsimoniosa pero implacable; y en ellos, el agua se extendía y se embebía como si dejaran vencerse frente a la adversidad. La fuerza de sus brazos, acostumbrada a un Buenos Aires todavía hostil y semisalvaje, no podía resignarse ante el infortunio. Sin embargo, estaba perdiendo la batalla.
Nunca, que se supiera, el río había subido tanto ni llegado tan adentro de la ciudad. El agua subió hasta cubrir los antepechos de las ventanas y, al fin, entró por los alféizares de las que daban al río, venciéndolos unos a uno, y fue creciendo por ellos. Como pequeñas cascadas, entró recorriendo todas las habitaciones hasta llegar a la boca de los sótanos, mientras roía lo que encontraba a su paso. Todo prometía pudrirse, malograrse, hacerse fatalmente inservible. El destino era, en ese mayo, un demonio inflamado que evidenciaba la imposibilidad del hombre y la mujer, la debilidad de sus objetos, la existencia efímera de sus proyectos. El río había traído el barro de su lecho plano; y el barro había subido hasta las ventanas y estaba lamiendo los amplios pisos de la casa.
La sudestada, lentamente, parecía aplacarse. Dorotea estaba exhausta, y sus lágrimas largamente ahogadas y anegadas de incógnita, comenzaron a rozar sus mejillas. Parecía todo perdido: las mercaderías, los cimientos de barro de los almacenes, los paquetes pesados por el agua leonina, el porvenir, la educación de los hijos, la dicha. Sin embargo, exultante, Carlos llegó corriendo hasta ella, revestido de una emoción repentina. “Los buques se salvaron”, afirmó, “y los niños ya están jugando de nuevo”, agitando los brazos para abrazarla, y alentando las esperanzas en el futuro que, hasta hacía un momento, era un desierto despiadado. Los buques estaban, todos, anclados en el puerto, dispuestos para salir a nuevos viajes. Inmediatamente, Carlos salió exultante a convocar nuevamente a esos orilleros laboriosos que fueron construyendo con él una patriada.
Aquella sudestada amenazante se había hecho, ahora, un sino vengativo. Todo estaba derrumbado y exánime junto a ese hombre. Como si ya lo supiera, Dorotea contempló el instante con profunda resignación, con un estremecedor estoicismo.
Por la tarde, cuando ya el sol se ponía dibujando cintas punzó, generosas y sagradas, en el horizonte, la tormenta de febrero había amainado. Carlos, para esas horas, ya descansaba en el cementerio de la Recoleta. A lo lejos, en el confín oriental del río que ahora iba volviendo a ser inmóvil, emergió la figura de un barco, rompiendo la gris monotonía de la neblina baja. Con la adusta y aguzada mirada de un viejo acostumbrado a otear hasta la nada, Rafael Gómez, con ademanes convulsivos, volvió a la casa de los Huergo y exclamó sin aliento:
-¡Es el Nueva Industria!
3. La farsa
Uno a uno, los buques comenzaron a llegar al puerto de Buenos Aires luego de la muerte del padre. Dorotea se debatía entre la alegría por saber que no todo estaba perdido y la desdicha ocasionada por la mortal incertidumbre de su marido. Sin embargo, la casa era un completo bullicio con la presencia de los hijos: tal como le gustaba a su padre, los niños eran libres y felices y dedicaban horas enteras a sus juegos y sus correrías. Quedaba en la memoria esa casa hundida por el barro de la sudestada. Aunque unos cincuenta años después, por un grabado publicado en la revista “World’s Work” (Vol. IV, Nº 5, sep. 1902) sabemos que, al fin, la fachada de la casa fue tragada definitivamente por la nivelación de la calle Belgrano. Pero todo naufragio parecía, al fin, despejarse.
Sin embargo, de a poco las cosas fueron mutando hacia un lugar para Dorotea incomprensible. Si no habría ya naufragios producidos por la naturaleza, acaso se avecinaba el tiempo de las decepciones. El hijo mayor, Carlos María, con veinte años comenzó a regentear la casa, convenciendo a su madre de que era una inútil para los negocios y renegando del modo campechano, casi popular, que había tenido su padre de manejar sus industrias. Y, sobre todo, regañando de los hábitos y las creencias federales de Carlos que, según el hijo, lo acercaron demasiado a las justicias con el populacho y lo alejaron de los lujos de una familia acomodada.
Al principio, frecuentemente discutía con su madre sobre los modos de llevar los almacenes, las estancias y los buques familiares, las nuevas formas de producir riquezas y las modalidades de crianza y educación de los hermanos menores. Frecuentemente, Carlos terminaba bruscamente las discusiones espetándole en la cara, con insolencia:
-El viejo era un vulgar almacenero que no supo disfrutar lo que tenía –y rezongando, de paso, de la filiación federal de su padre.
Eran los tiempos inauditos de la declinación del gobierno de Rosas, y este otro Carlos, imbuido de ideas liberales y europeas, se entregaba a una vida más fácil, alentando cada vez con mayor fuerza la figura de Bartolomé Mitre y de sus secuaces antifederales. La vida para él debía tener otro sentido, tenía que ser otra cosa; por eso gobernó las finanzas familiares para permitirse vivir en el lujo, no sin contemplar la posibilidad de explotar a los orilleros, de repudiar a los “bárbaros” por vagos y de menospreciar a los hombres de trabajo.
Al poco tiempo de muerto su padre, Carlos decidió reprimir las andanzas infantiles de sus hermanos. Pretendía de ellos un orden y una disciplina que con sus propios padres no habían conocido. Y, con el fin de desarmar esa pandilla de niños felices pero terribles, aprendió que la mejor manera era disgregarlos. Así fue que públicamente ungió para sí una imagen de hermano mayor preocupado por la educación y el futuro de los menores, y los despachó bien lejos de Buenos Aires. Casi todos, menos Edelmira, la mayor y única mujer, fueron enviados al extranjero, con la sana y loable excusa del progreso personal: Joselín a Francia, José María y Alberto a Alemania, Luis Augusto y Dalmiro a los Estados Unidos; Aureliano, quién sabe… Entretanto, y con los favores de los antirrosistas, Carlos mismo logró ser designado, a la caída de Rosas, Cónsul en Río Grande do Sul.
-¿Para qué vivir trabajando y encontrar la muerte en la desdicha? –se le escuchaba decir, sin comprender siquiera la felicidad de sus padres antaño, al verlos crecer y jugar, al compartir lo que tenían con otros, al conquistar una libertad más cercana al hecho de vivir que al de una serie de ideales exóticos que necesitan, para el incremento de la libertad, del sometimiento de los otros, aprovechándose de los padecimientos de la pobreza.
Desde su casamiento en la iglesia jesuita de San Ignacio, cerca del Cabildo, Carlos se hizo fama de soberbio e iba ganando su espíritu una actitud avara. Desde la comercialización del tasajo, desde Brasil hacia Cuba, pasando por el saladero de Mocoretá (Corrientes), hasta la explotación de la grasería y el saladero del Palomar de Caseros, Carlos fue reconocido por su rígida frialdad. Con la peonada era inflexible y distante; solía castigar a los más jóvenes, aún a fuerza de látigo, y despedía a los paisanos que, por su vejez, se hacían torpes en las tareas del campo. Entretanto, Dorotea fue muriendo de a poco, llevando consigo los sueños viejos, la libre verdad de la vida plena frente a la farsa de las ostentaciones.
Seducido por los avances del mitrismo y, posteriormente, por la seguridad del poder financiero, Carlos fue uno de los fundadores y, luego, tres veces presidente de la Bolsa de Comercio. Y para congraciarse con los de su clase, también fue cofundador del Jockey Club y directivo de la Sociedad Rural Argentina. Todo un caballero a la usanza de la oligarquía: un “galerita”, como despectivamente solía nombrarlos la chusma popular.
Ya no invadían los aromas de vida los jardines de la casa, ni las fragancias yerbateras o de las especias orientales de los almacenes; ni el aguardiente era valedera frente a las aristocráticas bebidas que Carlos traía de Inglaterra. Su único reglamento era la arrogancia. Los buques, antes de convertirlos en dinero, le sirvieron para el lucimiento, o para comprar y exhibir artículos pomposos, como los platos de porcelana con sus iniciales entrelazadas y con dibujos de pájaros, flores y pastos de las pampas, que ganaron las Medailles D’Or en la Exposición de París, en 1867.
Fue un día, ya entrado el siglo XX, cuando el viejo Carlos, solo, sin nadie que lo acompañara, con la misma suntuosidad de siempre, hizo servirse un pollo a la crema en uno de sus platos premiados en Francia. Se sintió atorado por un trozo, quizás con un huesillo del pecho del pollo. Tosió; tosió hasta que su cara adquirió el color punzó. Tosió tanto hasta vomitar. La escena solitaria evocaba una barbarie subterránea. Ensució su mantel bordado con hilos finísimos de Oriente, pero nadie fue a auxiliarlo. Su rostro vencido cayó sobre la mesa. Nadie supo si murió atragantado por el bocado o naufragando en la esencia ácida de su propio engreimiento.