sábado, enero 22, 2005

Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 4)


Siempre los preparativos para un viaje, por más corto que sea, son fastidiosos pero, a la vez, están llenos de magia y de promesas.
De qué escaparemos, / viaje querido, / cada vez que partimos. (…) Acaso sea la esperanza / la fe en los "res" / la renovación / la reivindicación / la reinvención / la linda y tonta ilusión / de que al volver todo será distinto. / Llévanos / viaje / por favor / aunque sea al último de los viajes” (K. M.).


El peumá

Era una mañana clara y don Juan estaba parado al lado de su mujer, Celinda, cuando me llamó. Ella estaba tejiendo, sentada en un banquito diminuto, frente al telar. El día anterior había estado quejándose de dolores de cabeza mientras hilaba y, luego, teñía la lana con colores de piedras y raíces de la zona. En esa mañana la encontré con una bincha improvisada hecha con tiras de trapos blancos, pero sucios, debajo de la cual se asomaban unas rodajas de papa.

–Es para calmar el dolor de celebro –me explicó, mientras con su rostro hacía un gesto de dolor insoportable y con las manos se apretaba las sienes. Yo pensaba que se debería al pescado del mediodía anterior: las truchitas que pescamos con Luis y Manuel en el arroyo –mejor dicho: que pescaron ellos–, manoteándolas con sigilo por debajo de las piedras. Hicimos un pequeño pozo en la tierra, a la sombra de la enramada de la casa, las envolvimos con papeles, las cubrimos y les pusimos brasas por sobre la tierra para asarlas.

Don Juan se apartó. Fue muy ceremonioso. Esa tarde empezaba el Nguillatún, los cuatro días anuales de rogativa mapuche.

–Tuve un sueño –me dijo con voz apagada y con rostro astuto. Ya sabía, porque él me lo contó, que Juan Aburto era peumá, un verdadero profeta araucano. Le pregunté qué había soñado, con esa intriga de extranjero que no cree del todo en esos mágicos mundos.

–Mala seña para don Segundo –exclamó con sequedad. –Su cordero va a balar –concluyó.

Don Segundo Quilaleo era el tío abuelo de Luis y Carlos y era el que presidía el Nguillatún, tal vez por ser el más anciano de la comunidad de entre los que estaban en condiciones de hacerlo. Esa primera noche, don Segundo debía llevar un cordero suyo, sacrificarlo en el rehue, que es el altar central de la rogativa, y quitarle el corazón latiendo para hacer con la sangre caliente una suerte de bendición de toda la comunidad.

Por la tarde, lentamente, todas las familias de la comunidad subieron a la planicie donde se hacía el Nguillatún. Días y días habíamos buscado leña cerca del paso Tromen, con los más jóvenes, para mantener una fogata encendida los cuatro días de la rogativa. En el centro estaba el rehue; doce cañas de tacuara encerrando algunos elementos esenciales para los mapuches: varios cántaros con muday, una pila de panes caseros sin levadura, piñones crudos por todas partes, trozos de madera de pehuén… Y alrededor del rehue, dejando entre medio un semicírculo como de siete metros, una inmensa enramada circular con una abertura de unos veinte metros hacia el oriente, justo donde, en la ladera del cerro que estaba enfrente, cruzando el arroyo, se asentaba el cementerio.

Cuando ya había caído el sol, comenzó uno de los rituales fundamentales de la rogativa: el sacrificio del cordero del jefe del Nguillatún. Don Segundo, que andaba dirigiendo la ceremonia con su macana, un palo rústico que sólo simbolizaba el poder de aquel hombre, se volvió hacia su caballo. Había adornado su caballo zaino con dibujos de patas de choique de colores azul y amarillo, y con los mismos colores había dibujado unos aros alrededor de los ojos del animal. Le costó subir porque ya era anciano y estaba encorvado, y caminaba con las piernas chuecas y un poco flexionadas. Toda la comunidad hacía los cuatro “Aú!”, que son gritos con esa interjección que se hacen al unísono y se repiten danzando cuatro veces rodeando el rehue, ya que el cuatro es el número cósmico. Los jinetes, entretanto, daban cuatro vueltas alrededor de la enramada grande al galope y salían hasta el borde de un barranco ubicado al este para levantar sus brazos, siempre montados, y gritar su “Aú!”, y así también cuatro veces. Mientras tanto, don Segundo salió a caballo rumbo a su ruca, también de adobe, a buscar el cordero para el sacrificio. Debía traerlo y, luego de arrancarle el corazón, bendecir a la comunidad mientras la sangre caliente del cordero ahuyentaba las fuerzas malignas del gualicho. Luego, asistido por los capitanejos, que eran dos jóvenes colaboradores de don Segundo en la rogativa, debía quitarle el cuero y dejarlo en el rehue para que cada familia pasara frente a él y lo pintara con ramitas de maitén empapadas de muday y pronunciara a coro su tahiell, la oración de cada familia mapuche. Por fin, debía llevar ese cuero impregnado de los ruegos de su comunidad y colocarlo sobre una pira y encenderla: el humo del cuero llevaría a Huenu Mapu Chao, el dios del cielo y de la tierra, las plegarias de sus peñi. Todo dependía del quitral, el fuego santo que todo lo consume; y, para don Segundo, todo estaba sometido a que el cordero no balara, para que su suerte y su destino fueran buenos.

Cuando volvió de su casa con el cordero, con dificultad bajó el animal al que traía a la altura de la cruz del caballo y, siempre con la ayuda de sus capitanejos, se aprestó a sacrificarlo. Se quitó el sombrero y pronunció unas cuantas oraciones en idomia, la lengua de sus ancestros, a las que todo el mundo respondía “Aú!”. Con grandilocuencia, tomó su facón que estaba debajo de su faja bordada con viejas monedas plateadas y quiso acercarlo al cordero. La noche de luna cubría la enramada con su negrura creciente pero estrellada. El cordero empezó a balar, con ese sonido de súplica que genera ternura y, a la vez, pena. Don Segundo hubiese querido esperar, pero el ritual era de ese modo y debía clavarle el brilloso y largo facón en ese preciso momento. Mientras balaba cada vez más desesperado, don Segundo, al fin, clavó su facón en el pecho del animal y, rápidamente, arrancó con su mano derecha el corazón y lo enarboló latiente a la vista de toda la comunidad, para continuar el rito.

Busqué con mi mirada a don Juan Aburto en la oscuridad de la enramada, inundada por la negrura de la noche, y él, con el rostro atrapado por la angustia, me miró fijamente y asombrado por el cumplimiento de su propia profecía.

Al poco tiempo doña Juana, la mujer de don Segundo Quilaleo, fue internada en el hospital de Junín de los Andes. Yo la visité unos días antes de su muerte, y estaba consumida; como si la hubiese ganado una enfermedad que le carcomiera toda su materia.

El peumá, por tratarse de Juan Aburto, no era escuchado por nadie en la comunidad; era repudiado por casi todos. Sólo le contaba sus sueños a su mujer, Celinda Ñanco, y, aquella vez, a mí. Ese año también Celinda murió; tenía un tumor en el cerebro.


jueves, enero 20, 2005

Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 3)


Los mapuches son parcos, desconfiados, de pocas palabras; son cerrados y no cuentan sus sentimientos más existenciales; antes bien, sus ocupaciones relacionadas con la cría de ganado y sus supersticiones son los temas predominantes de sus conversaciones”. Cuántas veces he leído o escuchado este tipo de descripciones –verdaderos estereotipos– en libros, en diálogos con jóvenes de grupos misioneros, en documentales de la televisión, entre los blancos de las ciudades cercanas a las agrupaciones aborígenes.


La tenue luz del candil

Esa noche no pude dormir. Ni bien hubo un poco de claridad, los pollitos y los chivitos guachos que había en la cocina del rancho de Carlos y Orfelina, donde dormía sobre unos cueros de oveja, empezaron a caminar sobre mí, a piar, a balar. La noche estuvo invadida por pensamientos, malos presagios, reflexiones, asombro y aturdimiento.

Luego de la cena, que consistió en una pancutra, unos cuadraditos de masa similar a los ravioles, pero sin relleno, con caldo de patas de cordero y cilantro, todos se fueron a dormir: Carlos, Orfelina, los chicos, Luis, Ramona (la madre de Carlos y Luis). Sólo quedamos tomando un poco más de vino y conversando, Ceferino Quilaleo y yo.

Ceferino era un hombre de casi sesenta años, modesto y mal pagado, puestero en el Puesto Blanco, en la estancia Mamuil Malal de Bertil Andino Grahn, estanciero hijo de suecos, que por casualidad fue ahijado de Juan Domingo Perón, cuando este cruzó los Andes por el sur hacia Chile por los años 30, cuando Andino recién nacía. Ceferino, el padre de Luis y de Carlos, le había enseñado a Andino –que era su amigo- a hacer tirada de riendas con el caballo, según contaba el mismo Andino, destreza en la que el estanciero se destacaba en las exposiciones de la Sociedad Rural, en Junín de los Andes.

–Estoy solo en el Puesto Blanco, atrás del volcán Lanín, allá cerca de Chile, y no hago más que pensar en Ramona –me confesó –Hay días en que me siento muy triste. Los hijos ya han hecho su vida y se han olvidado de mí. Y Ramona… -hizo un lánguido silencio –Ramona ya no me quiere, me pelea, me rechaza, se pone del lado de los hijos, no quiere acostarse conmigo. Ella quiere apartarse y yo no puedo resignarme a eso, pero tampoco sé de qué formas luchar.

Con Ramona se veían muy poco: cuando Ceferino bajaba del puesto y llegaba al rancho de Junín de los Andes, donde ella vivía. Y ella ni siquiera se alegraba al verlo, ciertamente lo rechazaba.

–Creo que está con otro hombre –me dijo, con lágrimas en sus pequeños ojos desgarrados –Me pregunto cada noche, en la soledad, qué sentido tiene la vida.

La luz del candil, alimentada con aceite, es acaso más tenue que la de una vela. Nuestros rostros se dejaban ganar por las sombras y la incertidumbre; pero entre esa mortecina imagen, brillaban las lágrimas de ese hombre rudo y severo. Habló largo tiempo, desahogando una pena que horadaba su alma desde hacía mucho tiempo. Hasta que, con un suspiro profundo, me dijo que cada vez lo acometía con más fuerza la idea de quitarse la vida. No sabía qué decirle. Traté de darle ánimo, pero me interrumpió:

–Gracias, Jorge; pero estoy desalentao.

Un mapuche está alentao cuando anda de camino, viviendo, dando pasos, a pesar de los sinsabores y las necesidades; cuando aún habitan en él algunas esperanzas capaces de ganarle la batalla a las angustias; un puñado, aunque fuera pequeño, de razones para vivir. Hay algo que conecta las culturas: el “aliento”, que es un aliento de vida, que está hecho de aire, un elemento que amalgama al cosmos; el ruaj para los hebreos, la psiké para los griegos, el ánima para los latinos. Una energía sin la cual vivir se hace del todo imposible. Lentamente, la luz tenue del candil se fue apagando. Ceferino no fue a dormir con Ramona: salió del rancho y debe haberse tirado sobre los fardos del galpón. A la mañana siguiente ya no estaba; se había ido muy temprano de regreso al Puesto Blanco.

Fue la última vez que ví a Ceferino Quilaleo. En agosto de ese año bajó a Junín de los Andes a su casa, donde vivía Ramona. Nadie supo bien por qué, en esos días apareció muerto a la orilla del río Chimehuín.


martes, enero 18, 2005

Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 2)


Más cerca del viaje…
Otro recuerdo; otro relato


Los papeles de don Adolfo y la sombra del manzano

La casa de Adolfo Marín era la más alta del lado sudeste de Chiuquilihuín. Como todas las demás, era un rancho de adobe y piso de tierra, pero con varias habitaciones. Llegué en un caballo prestado, creo que por Amado Llanquín, o tal vez por Juan Lemunao –no recuerdo. Y enseguida me salieron los perros, unos cuantos, a ladrar y a tirarle tarascones a las patas del caballo. Me recibió Anita, la mujer más joven de don Adolfo; su otra mujer, casi anciana, estaba en la cocina. Anita tenía como treinta años y era muy graciosa y habladora; en cambio, doña Ana era una mujer callada, con los cabellos entrecanos y desarreglados, algo encorvada, que se dedicaba a las tareas de la casa.

Al rato llegó Adolfo, quién sabe de dónde. Yo no dejaba de contemplar el paisaje. Ya llegando a la casa, en la subida, se iba asomando de a poco el volcán Lanín: primero su punta nevada, luego esa corona de nieve y piedra negruzca y, al fin, las última manchas de verde. Desde arriba se lo veía completo, entre las araucarias que rodeaban la casa de Adolfo y sus Anas.

Conversábamos con esa manera ritual que se inicia una conversación con un mapuche; primero “pasábamos” la mano (nos dábamos la mano) livianamente, sin ninguna fuerza, como apenas tocándonos; luego, alguna palabra: “¿Cómo está?”, “¿Está alentao?”, lo que llevaba un tiempo largo; al fin, el diálogo más franco, generalmente poblado de giros irónicos o de esos que producen algunas sonrisas o francas carcajadas. Un diálogo simple, pero de cosas de la vida misma. Mientras tanto, doña Ana, con una seña de Adolfo, descolgó de un travesaño del rancho un trozo de carne de cordero, que tenía un poco de olor a podrido (era verano), y lo rebanó para preparar la comida.

–¿Se queda a comer? –preguntó don Adolfo con tono imperativo. Cómo negarse; sería desprecio.

Doña Ana tomó una sartén, le puso aceite un poco rancio, y cortó rodajas de papa, de cebolla, de tomate, de zanahoria. Fue cocinando todo junto y le agregó cilantro, infaltable en las comidas mapuches. Y encima, a caballo, le puso unos huevos fritos. Comimos con la sartén en el centro de la mesa. Tomamos abundante muday, que es una chicha de piñón (el fruto del pehuén o araucaria), a pesar de ser el mediodía. Recién después don Adolfo trajo los papeles.

Eran unos papeles muy viejos y amarillentos, ajados, de finales del siglo XIX, firmados por un general inmediatamente posterior a la “Conquista del desierto” del general Roca.

–Yo soy el propietario de estas tierras –aseguraba, con cierta soberbia –Por eso mi abuelo fue el lonco; cosa que no quieren aceptar ni Ramón Huala (el cacique, por ese entonces), ni los Quilaleo, ni los Pereyra. Aunque Pereyra era primo mío, y tiene algún derecho. Pero, por estos papeles, también yo debería ser el lonco ahora.

Los papeles, efectivamente, decían que uno de sus descendientes era el propietario de esa zona, que le había sido cedida por los ganadores de la Conquista. Pero los otros pobladores no sólo que negaban esa posibilidad, sino que además lo rechazaban –incluso, él hacía su propio Nguillatún separado de toda la comunidad-; entre otras cosas, era resistido porque tenía dos mujeres.

Días antes de mi visita a la casa de Marín, veníamos una tarde caminando con Luis Quilaleo por el camino central de la agrupación. Por el calor, paramos a la sombra de un manzano. Hicimos silencio, hasta que en un momento Luis comenzó a contarme el valor de ese manzano.

–A este manzano lo puso El Chen Chao El Che Ñuqué –me dijo, sabiendo que yo entendía que se estaba refiriendo a dios, de dos rostros: de varón y de mujer. –Aunque está en el terreno de don Adolfo, los frutos no son de él sino que le pertenecen a todos. Estas manzanas son de todos, pero sobre todo de los cuñi fall –los más pobres entre los pobres.

Me iba quedando clara la idea mapuche sobre la propiedad, hasta que Luis prosiguió:

–Pero, además, tampoco la sombra del manzano le pertenece a nadie; le pertenece al que la necesite cuando el sol está más fuerte o cuando tenga que descansar –afirmó, con cierta emoción en sus palabras. –Nosotros no cambiamos nuestras creencias por unos papeles de unos generales de la Conquista. Esta tierra es de todos, de los que la necesiten, aunque no tuviéramos ningún papel. Así lo creemos.

Marín era un hombre aguerrido, convencido, anciano ya pero muy activo, robusto, con su cabello todavía negro y brilloso. “El viejo”, como le decían, aceptó reunirse al menos con Luis Quilaleo para conversar algunas cuestiones de la comunidad y las formas más adecuadas de reclamar las tierras en conjunto. Aunque los fundamentos de esos reclamos fueran tan diferentes.

Por la tarde me fui. Tomé de las riendas mi caballo y salí caminando, acompañado por Anita, que pronto integraría nuestro primer grupo de alfabetización de adultos en Chiuquilihuín y, de paso, comenzaría esa lucha por contactarse con otra gente de la comunidad que la repudiaba, especialmente porque la veían como esa mujer que sólo estaba con Marín para satisfacerlo sexualmente. La saludé y ella sonrió, monté y me fui bajando hasta el borde del arroyo, para seguir rumbo al poniente.


lunes, enero 17, 2005

Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 1)


En unos días más me voy de viaje a la zona de Junín y San Martín de los Andes. Hoy terminé de reservar lugar en la Hostería Chimehuín, en Junín de los Andes, en la orilla del río del mismo nombre.

Demás está decir que son tierras que amo, que he caminado hasta el cansancio; a pie o a caballo, y a veces en camioneta, hace casi 30 años. Tal vez por eso me sobrevinieron una serie de recuerdos imborrables, que emergen cada tanto. Cada proyecto, también, está preñado de memorias. Tal vez ponga en estos días otros relatos de tiempos viejos pero, para empezar, hoy narré este que sigue.


Los labios manchados de michay

Mientras estuve en Chiuquilihuín, por un tiempo viví en el rancho de Juan de la Cruz Aburto y su mujer, Celinda Ñanco. El rancho era más holgado y largo que el de Carlos, estaba ubicado abajo del camino de entrada a la agrupación, justo antes de que éste terminara en el arroyo, y tenía, por lo menos, dos habitaciones. Las habitaciones eran oscuras, con sólo una puerta de entrada que se fijaba a la pared de adobe con un tiento grueso de cuero de vaca. Adentro estaba todo amontonado: pilas de pilchas, camas amplias a veces con colchones y otras con algunos cueros de oveja. Entre la habitación en la que yo dormía y la cocina, había una enramada donde en el verano siempre estaba encendida una pequeña pira de bosta para ahuyentar los mosquitos.

Juan y Celinda me trataron como a un hijo, pero también como a un gran amigo. Yo era amigo de dos de sus nueve hijos: Manuel y Santiago, de apellido Pereyra (que era la versión española de un apellido mapuche que lamentablemente no recuerdo). Por esos días Celinda estaba terminando de tejer una pequeña matra en el telar, debajo de la enramada; luego me la regalaría: todavía la tengo, con sus colores vivos e incólumes, a los pies de mi cama.

Como un rito, casi todas las tardes de ese verano nos íbamos caminando con don Juan hasta un galponcito derruido que tenían en la cima de un cerro a la izquierda del rancho, arriba de lo que fue la tapera de Pereyra, cuando él había sido lonco de Chiuquilihuín. La excusa de la subida era buscar los chivos y los corderos para arrimarlos al corral de la casa. La caminata nos llevaba casi una hora, pero siempre llegábamos antes de la puesta del sol. Y en el camino, invariablemente, íbamos robándole a los michay esos frutitos minúsculos de entre medio de sus espinosas ramas de arbusto de montaña patagónica; dulces pero un poco ácidos, al masticar los frutitos dejan sus marcas de color violeta en los labios. Cuando estábamos en el pequeño establo, nos quedábamos mirando el cielo y la bajada rojiza del sol sobre los cerros redondos y verdes, y hablábamos de la vida: sobre todo era Juan el que me contaba historias, andanzas, las grandes decisiones de su existencia, que era mucho más prolongada que la mía. Y, mientras tanto, hacíamos un pequeño fuego y calentábamos agua en una pava negra y abollada para hacernos unos mates.

Pero esa tarde fue diferente que las otras. Don Juan y yo sacamos más michay que otras veces por el camino, guardándonos algunos puñados para seguir saboreándolos una vez que estuviéramos en la cima. Nos sentamos, hicimos el mate, miramos el cielo y el sol con un silencio largo.

-Quiero contarle una historia que yo sé que se anda diciendo –me dijo, gravemente, pero con un dejo de sonrisa en su comisura derecha, en esa boca grande con los labios manchados de violeta, sabiendo que la amistad está hecha de esos ingredientes: la incondicionalidad y la confidencia, formas de la fiesta del gesto y la palabra.

Nunca había un preámbulo tan severo por parte de Juan, como si quisiera contarme algo muy importante de su vida. Yo casi sabía todo de su vida y sus historias. También sabía, por otros –que, de paso, lo juzgaban duramente-, lo que ahora iba a contarme.

-Yo maté a mi hermano –dijo seguro, pero con una voz apagada, invadida de sensaciones de remordimiento.

Parecía que los labios se le ponían cada vez más violetas por el michay mientras me contaba la manera en que había acuchillado a su hermano, por una mujer, y luego el modo como había huido de su comunidad natal para refugiarse en Chiuquilihuín y en el corazón de esta otra mujer, Celinda. Me dijo que en el momento de la pelea con su hermano estaba borracho y que ese hecho no lo había dejado descansar en el resto de su vida. Que sabía que eso le quitaba todo prestigio en la comunidad, incluso como peumá que era, es decir, como hombre que sueña cosas que luego ocurren, una suerte de profeta araucano. Nunca más pudo proclamar públicamente el contenido de sus sueños y siempre dudó de casarse con Celinda, viuda del cacique Pereyra, porque él estaba mal visto por todos sus parientes.

No recuerdo qué palabras le dije, pero hablé mucho; quizás demasiado, pero desde el corazón y el asombro. El hombre sonrió, al fin, y se puso el sol en el horizonte. Se levantó, me levanté; nos volvimos a la casa. Cuando llegamos, Juan estaba alborozado y Celinda nos esperaba parada en la puerta del rancho.

-Ya le dije –le dijo a su mujer. Y ella, entonces, se le acercó, lo besó tiernamente, y con su lengua mezclada con términos mapuches me dijo:

-Queremos casarnos, Jorge. Y queremos que usted sea nuestro padrino.

Me asaltó una emoción e irrumpió en mí un frío que recorrió todo mi cuerpo. Con lágrimas en los ojos y mi sonrisa violeta por el michay les dije que sí, mientras los abrazaba.

A los pocos días, cuando el padre Antonio Mateos pasó por la comunidad a bautizar niños y a traer documentos de identidad (ya que también era Comisionado Municipal de Junín de los Andes), Celinda Ñanco y Juan de la Cruz Aburto se casaron, luego de convivir casi veinte años. La madrina fue Aimé Painé, una mujer delicada y elegante, cantante de hermosa voz, profundamente angustiada, con la que nos hicimos grandes amigos.

El michay que se recoge de camino, robándolo entre las ramitas espinosas, parece insignificante: un frutito diminuto, de piel violácea y opaca y gusto efímeramente dulce y ácido a la vez. Sin embargo, la marca del michay es duradera: delata a quien lo ha comido dejándole los labios y los dientes de color violeta por un largo tiempo.


lunes, enero 10, 2005

Ya estoy curado


Acabo de llegar de mi visita al médico: la cuarta desde que me operé. Me dijo que estoy bien y que desde el miércoles que viene (cuando se cumplen las tres semanas de la cirugía) puedo comer de todo, de a poco. Y me tomó la presión: tengo 12/7... excelente!!! Desde la operación se me estabilizó la presión, increiblemente; antes, la mínima no bajaba de 10. Él dice que se puede deber a que bajé 15 kilos y estoy haciendo más (o algo de) ejercicios.

Entonces llegué y puse un tema de Manu Chao, del disco Clandestino, que se llama "La despedida"; quiero dedicarla a mi vesícula, incluido el cálculo del tamaño de una nuez que vivía en ella.

Ya estoy curado / anestesiado
ya me he olvidado de tí...
Hoy me despido / de tu ausencia
ya estoy en paz

Al fin... ya estoy curado!!!

domingo, enero 09, 2005

De angustias, cálculos y libertades

“Sentirse jaqueado por un vendaval de las emociones,
es el último estertor de un ciudadano básicamente inservible.
Tanto raciocinio nos matará.
La libertad, en todo caso,
es una cospiración contra las buenas costumbres”
(Kevin M., Revista Cocú Nº 8)

Hoy, luego de terminar un libro muy llevadero de historias de hombres de nuestra historia escrito por un periodista-historiador (Espadas y corazones, de Daniel Balmaceda), comencé a leer con fruición un libro de cuentos de Julio Cortázar. Leí, por segunda vez, “La autopista del sur”.

Cortázar me atrae, pero suelo escaparle, porque me moviliza mucho. Hay algo en él que logra captar lo angustiante de la vida. Un tiempo repudiado que termina haciéndose cotidiano y, en su devenir, revelando el amor; y ese tiempo, sin comprenderse del todo el por qué, se escurre en un instante y parece desvanecerse para siempre; y uno “quisiera que esto dure para siempre”, pero no. Acaso la angustia más aplastante sea la que desnuda la imposibilidad de la utopía, o del deseo: presencia de una ausencia. Pero no tiene por qué ser penoso, sino sólo vital. Aunque saberlo, reconocerlo, eso sí, nos sitúa en la certeza de lo concreto, que a veces porfiadamente quiere distanciarse de la fantasía. Saber asumirlo, quizás, entonces, sea la clave para volver a vivir otro ciclo, y así toda la vida; y entre medio alegrarnos y gozar de ser felices en algún recodo del camino de la vida (que la vida siempre tiene preparado para nosotros).

A veces, Cortázar me interpela demasiado, y eso suele incomodarme, sobre todo cuando uno va logrando armarse, para su sosiego, explicaciones ordenadas y ordenadoras. Allí recordé ese escrito de mi amigo Kevin en la Revista Cocú Nº 8.

Nunca será posible vivir permanentemente las sorpresas de los primeros momentos, donde uno se maneja más por intuiciones que por saberes efectivos, logrados más tarde a lo largo del cementerio de las intuiciones. La efectividad es del mundo de la economía de las relaciones, pero dudo que se acerque a la “refrescura” necesaria de los afectos. Por eso me gusta (y también me interpela) esa primacía de las intuiciones sobre los conceptos cuya apología hace Nietzsche. La “poiesis”, la creación ligada a la percepción y la sensibilidad (incluso en el mundo de las relaciones) antes que la “techné”: esa manera que tiene el intelecto de hacernos ahogar los sentimientos en el mundo del cálculo. ¿Cómo recrear y refrescar afectos que ya han sido ubicados en esquemas explicativos, y el otro ya no nos sorprende?

Entonces, creo leer en “La autopista del sur”, la convivencia humana va tramando formas convencionales que nos reprimen, que nos obturan y que, al fin, nos dejan abandonados en zonas de la añoranza, ese sentimiento teñido de melancolía del que nos resulta muy arduo desligarnos (o soslayarlo en parte) para seguir. Y ese punto, aparentemente ligado al pasado, a lo que fue, es el punto en que se revela el futuro como utopía inalcanzable, como una suerte de repetición absurda. Y es allí donde el tiempo tiene el rostro de la angustia.

Decía Martin Heidegger algo hermoso: “la angustia abre”. Brindo por esa libertad de la “poiesis” que, acaso, por fin vencerá los cálculos y los esquemas (después de todo, hace casi 20 días yo mismo vencí el mundo de mi propio cálculo: el cálculo vesicular, jajaja).

sábado, enero 08, 2005

No sé (la incertidumbre)


I celebrate myself, and sing myself,
And wath I assume you shall assume,
For every atom belonging to me as good belongs to you.
Walt Whitman: “Song of myself”

Definitivamente, no creo tener cultura bloggera. Y eso se nota: no hay escritura válida sin lectores que la reescriban (no hay post sin comment, ¿o sí?). Imaginé un modo de comunicarme, pero intuyo que estoy fracasando.
Estoy atorado en la incertidumbre. Mi bitácora no debe ser lo que se llama “algo interesante”. Puede ser demasiado propia, solipsista. Tengo la certeza de que ya nadie la lee, sino sólo Caro y, de vez en cuando, Ishä Net.
No suelo entrar y detenerme en otros blogs porque cada vez que lo hago se hacen más evidentes mis limitaciones y menos me gusta el mío. Pero pas(e)é, por sugerencia de tereré, por Orsai, que es excelente. Y leí que tiene cientos de lectores. Y ví que tiene decenas de comments cada uno de sus posts. Claro, en Orsai escribe Hernán Casciari, escritor y periodista quien, en su faceta literaria, recibió el Premio de Novela en la 2ª Bienal de Arte (Buenos Aires, 1991) y el Premio Juan Rulfo de Cuentos (París, 1998).
Me dije: es demasiado. Extremadamente desproporcionado, pensé. Al menos si quisiera compararme y competir (fantasma que todo el tiempo me acecha).
El blog es una forma de Canto de mí mismo; pero algunos nos damos cuenta, con un poco de sinceridad y de pena, que somos desafinados.
De todos modos, hay una estética que me atrae y me desafía, y, de mi parte, parece que sólo hay un árido desierto para lograrla. Soy otro, definitivamente; aunque soy el mismo que tenía/tiene (no hay aoristo en castellano) el deseo de expresarse de modos diferentes.
Tal vez este sea mi último post; o nada más que un ejercicio retórico autorreferido (cuando el que escribe no encuentra su lector). Aunque me alejara de una forma que aún quisiera experimentar. No sé...

viernes, enero 07, 2005

Velas y bengalas


Son distintos tipos de fuegos, pero se están entrecruzando. Son las velas las que velan la memoria de los muertos. Desde hace años es así. Es así cada vez más. La velas se reinventaron a sí mismas el año pasado, en la primera e impresionante marcha convocada por Blumberg. Las velas parecieron querer decir, aquella noche, "somos ciudadanos". Después pasó el tiempo y hubo cambios en el tablero de los significados. Blumberg dejó de ser un padre dolorido a secas y empezó a ser un hombre comprometido con un ideario racista. Quedó desnudo cuando acusó a Sebastián Bordón de adicto. A partir de entonces, las velas dijeron: "Somos ciudadanos que queremos orden". Orden en la Argentina quiere decir represión. Pero ahora, desde el foro de fans de Callejeros, adolescentes de diversas procedencias pero enmarcados todos en el fenómeno del rock barrial, se reclaman las velas nuevamente, y esta vez dicen: "Somos ciudadanos nosotros también. No nos usen". Las velas pretenden ocupar un primer plano para que no lo ocupen otros, los buitres que no faltan, los que picotean sobre el dolor caliente.

Esta vez las velas velan una desgracia desatada por una bengala. Pero en la percepción colectiva de esa desgracia la bengala no ocupa ninguno de los dos principales banquillos de los responsables. Entre los familiares de las víctimas hubo de todo, también alguien que dijo que "a los negros hay que mantenerlos al aire libre. Si se sabe que van a ir negros, porque son negros, que los lleven al aire libre". La bengala viene del fútbol, de la multitud indiferenciada, del límite corrido hacia el riesgo, de un desafío banal al fuego de la pasión, que pronto se convirtió en un fuego literal que mató a casi doscientas personas. La bengala reemplazó, como argumentó Aníbal Ibarra en una de sus tristes poses defensivas, al encendedor de los ´80, cuando en las multitudes había deseos de comunión pero no rabia. Hoy hay más rabia que otra cosa. Y hay más bengalas. Serán los propios pibes los que deban revisar, a su turno y entre ellos, los símbolos de su contracultura. Será su reflexividad y su racionalidad la que deba operar para que esos símbolos no atenten contra lo que ellos mismos quieren decir. Fiesta y no muerte. Alegría y no angustia. Aquellos encendedores de los ´80 eran tardíos herederos del "amor y paz" de los ´60, lucecitas encendidas como un guiño. Estas bengalas no expresan amor y paz, ya no. Expresan más bien el exabrupto del desesperado. Y es que eso son estos pibes marginalizados que sólo un recorte necio puede definir como "fans del rocanrol". Esa es la pausa, la tregua. Todo el resto de la vida de esos pibes los constituye en otra cosa. En expulsados, en absorbedores crónicos de la crisis en la que nacieron y de cuya magnitud saben sus padres. Por eso, acaso, el cauce principal de la ira no se dirige a la bengala encendida por algún imbécil. El imbécil, acá y en todas partes, hace imbecilidades, pero a cambio de nada. La ira se dirige a las otras dos puntas, la del empresario criminal y la de la imprevisión gubernamental. Entre esas dos tenazas de responsabilidades germinó la tragedia pero no sólo la tragedia: esas mismas dos tenazas son las que en otros órdenes y cada día replican un orden social impiadoso que hace invivible la vida de muchos.

Entre la vela y la bengala hay un camino de fuego que tampoco es el fuego al que aspiramos. Los chicos han quedado encerrados en medio de ese fuego cruzado de velas y bengalas. La vela con la que lloran al amigo o al hermano, y la bengala que les explotó adentro. El fuego corroe algo más que la discoteca de Once. Corroe una historia mal escrita, y siempre con sangre joven.

Sandra Russo, "Velas y bengalas", Página/12, 5 de enero de 2005

domingo, enero 02, 2005

¿Rocanroles sin destino?


Nunca es fácil interpretar el sentido; más bien es una desmesura. Y mucho menos cuando se entremezclan las percepciones, las sensaciones fuertes, cierta transfiguración que produce el rock, con la tragedia. Sin embargo, hay una paradoja que deja la palabra inmóvil: Rocanroles sin destino, título del último disco (del 2004) del grupo "Callejeros".

El corazón (o cómo nombrar el heroísmo)

"Fui el primero en llegar a la salida del boliche (República Cromañón). Unas bocanadas de humo negro y espeso que salían despedidas por esa puerta impedían ver hacia adentro. Daba la impresión que si te metías un poquito podías desaparecer para siempre. Pese a eso, decenas de pibes de menos de 20 años se comportaban de manera heroica: tomaban aire y entraban en cueros y en calzoncillos para rescatar a todos los que pudieran. Para poder respirar, se tapaban las caras con remeras empapadas en agua. Muchos entraban desclazos. Otros, para no resbalarse en el agua que habían tirado los bomberos para apagar las llamas, se calzaban zapatillas, incluso de pares distintos, que estaban tiradas por ahí. Apenas sacaban a alguien, esos chicos volvían a meterse para rescatar a otro pibe. Me parece que algunos que entraron varias veces no volvieron a salir" (testimonio de Gustavo Castaing).

La ambigüedad

Entre quedar encandilado por el bombardeo de 24 horas de las pantallas de televisión, obscenamente, y el estar metido en un mundo que no sea atravesado por esta tragedia.

Entre guardar un “duelo nacional”, sentido y no fingido y conformista, con la sinceridad del silencio, y, en cambio, hacer explotar, como nunca, las cañitas voladoras, las bengalas, los fuegos artificiales, como hacía tiempo no se escuchaban.

La desmesura sería arriesgar interpretaciones universales, absolutas. Acaso la única certeza es que uno no puede arrogarse la omnipotencia de interpretar, sino sólo dejarse llevar por la frágil vulnerabilidad de sentir.

sábado, enero 01, 2005

Un año nuevo


A veces pienso que es una maravilla que un día como otros sea en el almanaque 31 de diciembre; y un día más, 1º de enero.
Cuántas cosas condensa... cuántos nombres, cuántos rostros entrañables, constelaciones de sueños y deseos.
Tal vez vale la pena por esa sola sensación de un día donde se vuelve del todo posible el futuro, la felicidad, la paz, el amor, los proyectos.
Y esa sea una energía imprescindible, de ese tipo de energías que sería inhumano no compartir.
Acaso una fuerza inusitada que vence, por fin, los fracasos, la enorme demencia de las guerras, las angustias, la violencia de las palabras, los dolores del alma y el cuerpo o los gestos de indiferencia.
Una energía que, aventando los fantasmas y los miedos, nos hace rozarnos, brindar, abrazarnos, reirnos, bailar, sentirnos cuerpo con cuerpo...
Nos hace habitar, aunque sea por un instante, en el deseo, como un quásar de vida y plenitud.
Y en cada recodo de ese camino cotidiano, ojalá, nos sorprenderá un momento feliz.




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