Proyectos, hechos también de recuerdos (parte 4)
Siempre los preparativos para un viaje, por más corto que sea, son fastidiosos pero, a la vez, están llenos de magia y de promesas.
“De qué escaparemos, / viaje querido, / cada vez que partimos. (…) Acaso sea la esperanza / la fe en los "res" / la renovación / la reivindicación / la reinvención / la linda y tonta ilusión / de que al volver todo será distinto. / Llévanos / viaje / por favor / aunque sea al último de los viajes” (K. M.).
El peumá
Era una mañana clara y don Juan estaba parado al lado de su mujer, Celinda, cuando me llamó. Ella estaba tejiendo, sentada en un banquito diminuto, frente al telar. El día anterior había estado quejándose de dolores de cabeza mientras hilaba y, luego, teñía la lana con colores de piedras y raíces de la zona. En esa mañana la encontré con una bincha improvisada hecha con tiras de trapos blancos, pero sucios, debajo de la cual se asomaban unas rodajas de papa.
–Es para calmar el dolor de celebro –me explicó, mientras con su rostro hacía un gesto de dolor insoportable y con las manos se apretaba las sienes. Yo pensaba que se debería al pescado del mediodía anterior: las truchitas que pescamos con Luis y Manuel en el arroyo –mejor dicho: que pescaron ellos–, manoteándolas con sigilo por debajo de las piedras. Hicimos un pequeño pozo en la tierra, a la sombra de la enramada de la casa, las envolvimos con papeles, las cubrimos y les pusimos brasas por sobre la tierra para asarlas.
Don Juan se apartó. Fue muy ceremonioso. Esa tarde empezaba el Nguillatún, los cuatro días anuales de rogativa mapuche.
–Tuve un sueño –me dijo con voz apagada y con rostro astuto. Ya sabía, porque él me lo contó, que Juan Aburto era peumá, un verdadero profeta araucano. Le pregunté qué había soñado, con esa intriga de extranjero que no cree del todo en esos mágicos mundos.
–Mala seña para don Segundo –exclamó con sequedad. –Su cordero va a balar –concluyó.
Don Segundo Quilaleo era el tío abuelo de Luis y Carlos y era el que presidía el Nguillatún, tal vez por ser el más anciano de la comunidad de entre los que estaban en condiciones de hacerlo. Esa primera noche, don Segundo debía llevar un cordero suyo, sacrificarlo en el rehue, que es el altar central de la rogativa, y quitarle el corazón latiendo para hacer con la sangre caliente una suerte de bendición de toda la comunidad.
Por la tarde, lentamente, todas las familias de la comunidad subieron a la planicie donde se hacía el Nguillatún. Días y días habíamos buscado leña cerca del paso Tromen, con los más jóvenes, para mantener una fogata encendida los cuatro días de la rogativa. En el centro estaba el rehue; doce cañas de tacuara encerrando algunos elementos esenciales para los mapuches: varios cántaros con muday, una pila de panes caseros sin levadura, piñones crudos por todas partes, trozos de madera de pehuén… Y alrededor del rehue, dejando entre medio un semicírculo como de siete metros, una inmensa enramada circular con una abertura de unos veinte metros hacia el oriente, justo donde, en la ladera del cerro que estaba enfrente, cruzando el arroyo, se asentaba el cementerio.
Cuando ya había caído el sol, comenzó uno de los rituales fundamentales de la rogativa: el sacrificio del cordero del jefe del Nguillatún. Don Segundo, que andaba dirigiendo la ceremonia con su macana, un palo rústico que sólo simbolizaba el poder de aquel hombre, se volvió hacia su caballo. Había adornado su caballo zaino con dibujos de patas de choique de colores azul y amarillo, y con los mismos colores había dibujado unos aros alrededor de los ojos del animal. Le costó subir porque ya era anciano y estaba encorvado, y caminaba con las piernas chuecas y un poco flexionadas. Toda la comunidad hacía los cuatro “Aú!”, que son gritos con esa interjección que se hacen al unísono y se repiten danzando cuatro veces rodeando el rehue, ya que el cuatro es el número cósmico. Los jinetes, entretanto, daban cuatro vueltas alrededor de la enramada grande al galope y salían hasta el borde de un barranco ubicado al este para levantar sus brazos, siempre montados, y gritar su “Aú!”, y así también cuatro veces. Mientras tanto, don Segundo salió a caballo rumbo a su ruca, también de adobe, a buscar el cordero para el sacrificio. Debía traerlo y, luego de arrancarle el corazón, bendecir a la comunidad mientras la sangre caliente del cordero ahuyentaba las fuerzas malignas del gualicho. Luego, asistido por los capitanejos, que eran dos jóvenes colaboradores de don Segundo en la rogativa, debía quitarle el cuero y dejarlo en el rehue para que cada familia pasara frente a él y lo pintara con ramitas de maitén empapadas de muday y pronunciara a coro su tahiell, la oración de cada familia mapuche. Por fin, debía llevar ese cuero impregnado de los ruegos de su comunidad y colocarlo sobre una pira y encenderla: el humo del cuero llevaría a Huenu Mapu Chao, el dios del cielo y de la tierra, las plegarias de sus peñi. Todo dependía del quitral, el fuego santo que todo lo consume; y, para don Segundo, todo estaba sometido a que el cordero no balara, para que su suerte y su destino fueran buenos.
Cuando volvió de su casa con el cordero, con dificultad bajó el animal al que traía a la altura de la cruz del caballo y, siempre con la ayuda de sus capitanejos, se aprestó a sacrificarlo. Se quitó el sombrero y pronunció unas cuantas oraciones en idomia, la lengua de sus ancestros, a las que todo el mundo respondía “Aú!”. Con grandilocuencia, tomó su facón que estaba debajo de su faja bordada con viejas monedas plateadas y quiso acercarlo al cordero. La noche de luna cubría la enramada con su negrura creciente pero estrellada. El cordero empezó a balar, con ese sonido de súplica que genera ternura y, a la vez, pena. Don Segundo hubiese querido esperar, pero el ritual era de ese modo y debía clavarle el brilloso y largo facón en ese preciso momento. Mientras balaba cada vez más desesperado, don Segundo, al fin, clavó su facón en el pecho del animal y, rápidamente, arrancó con su mano derecha el corazón y lo enarboló latiente a la vista de toda la comunidad, para continuar el rito.
Busqué con mi mirada a don Juan Aburto en la oscuridad de la enramada, inundada por la negrura de la noche, y él, con el rostro atrapado por la angustia, me miró fijamente y asombrado por el cumplimiento de su propia profecía.
Al poco tiempo doña Juana, la mujer de don Segundo Quilaleo, fue internada en el hospital de Junín de los Andes. Yo la visité unos días antes de su muerte, y estaba consumida; como si la hubiese ganado una enfermedad que le carcomiera toda su materia.
El peumá, por tratarse de Juan Aburto, no era escuchado por nadie en la comunidad; era repudiado por casi todos. Sólo le contaba sus sueños a su mujer, Celinda Ñanco, y, aquella vez, a mí. Ese año también Celinda murió; tenía un tumor en el cerebro.